lunes, abril 29, 2013

Sueño

Joder, no puedo dormir. Estoy rollo infiltrado en mi propia cama, manda cojones así que miro estas cosas con los cascos para no despertar a nadie, rollo mal todo.



Siempre quise una bandana de estas que dijese "Ninja". La quiero, me la pongo por casa, jurado.

jueves, abril 25, 2013

jueves, abril 18, 2013

Darse bombo es fácil si sabes cómo

Os ordeno que visitéis El Skeever Travieso y Akihabara Station.

La primera la rijo yo con mano de hierro y nada de escrúpulos y en la segunda colaboro haciendo uso de mis poderes (me quito las gafas y ya está, nadie sabe mi identidad secreta).

Ahora, un tema musical para que os motivéis. Son casi las diez de la mañana y ya estamos aquí que parece esto una rave dándolo todo, en casa del herrero... Mm no sé, tetas:


lunes, abril 15, 2013

El mejor video de Internet



JAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJAJA.

 Casi me desmayo por esta mierda, me quedé sin aire.

El advenimiento de Shepard el erizo

En serio, ¿qué pasa con los erizos?

¿No puedo tener uno? Me da igual, el erizo se queda y lo amaréis como me amáis a mi.

No voy a pasearlo con una correa porque eso es muy hipster/gayer. Mi erizo es libre como el viento, de hecho se da un aire al cantante de Medina Azahara.

Shepard es más guapo, dónde va a parar.

jueves, abril 04, 2013

El pueblo de los gatos

Os pongo un fragmento de 1Q84, una obra del escritor japonés Haruki Murakami: 

El pueblo de los gatos

El joven viajaba solo, a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía un destino. Se subía al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se bajaba. 
Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba, volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones. Desde la ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual se extendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecillo en el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquel paisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos de trucha de arroyo. Cuando el tren se detuvo en la estación, el joven se bajó con su maleta. Ningún otro pasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se hubiera bajado. En la estación no había empleados. Debía ser una estación poco transitada.
El joven atravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo. Estaba completamente en silencio. No se veía a nadie. Todos los comercios tenían las persianas bajadas y en el ayuntamiento no había ni un alma. En la recepción del único hotel del pueblo tampoco había nadie. Llamó al timbre, pero nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lo mejor todos estaban durmiendo. Pero todavía eran las diez y media de la mañana. Demasiado temprano para echar una siesta. O quizá, por algún motivo, la gente había abandonado el pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañana siguiente no llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allí la noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo. Pero en realidad aquél era el pueblo de los gatos. Cuando el sol se ponía, numerosos gatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad. Gatos de diferentes tamaños y diferentes especies. Aunque más grandes que un gato normal, seguían siendo gatos. 
Sorprendido al ver aquello, el joven subió deprisa al campanario que había en medio del pueblo y se escondió. Como si fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas de las tiendas, o se sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada uno empezó su trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó el puente y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían las compras, iban al ayuntamiento y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel. Otros bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unos tocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenas necesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta el último rincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto del campanario. Cerca del amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus respectivos trabajos y ocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen atravesando el puente. Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se había quedado desierto de nuevo, entonces el joven bajó, se metió en una cama del hotel y durmió cuanto quiso. Cuando tuvo hambre, se comió el pan y el pescado que habían sobrado en la cocina del hotel. Luego, cuando a su alrededor todo empezó a oscurecer, volvió a esconderse en lo alto del campanario y observó hasta el albor el comportamiento de los gatos. 
El tren paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podría regresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se bajaba ni nadie tomaba el tren en aquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía cumplidamente y partía un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y abandonar el pueblo de los gatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era joven, sentía una profunda curiosidad y estaba lleno de ambición y de ganas de vivir aventuras. Deseaba seguir observando aquel enigmático pueblo de los gatos. Quería saber, si era posible, desde cuándo habían ocupado los gatos aquel lugar, cómo funcionaba el pueblo y qué demonios hacían ahí aquellos animales. Nadie más, aparte de él, debía haber sido testigo de aquel misterioso espectáculo. 
A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo el campanario. «¿Qué es eso ¿No huelen a humano?», dijo uno de los gatos. «Pues ahora que lo decís, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió olfateando uno de ellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió otro. «¡Qué raro! Porque no creo que haya venido ningún ser humano», comentó otro de los gatos. «Si, tienes razón. No es posible que un ser humano haya entrado en el pueblo de los gatos». «Pero no cabe duda de que huele a uno de ellos.» Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón del pueblo, como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio, los gatos tienen un olfato excelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor procedía de lo alto del campanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían ágilmente por las escaleras del campanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los gatos parecían muy excitados y enfadados por el olor a humano. Tenían las uñas grandes y agudas y los dientes blancos y afilados. Además, aquel era un pueblo en el que los seres humanos no debían adentrarse. No sabía qué suerte le esperaría cuando lo encontraran, pero no creía que fueran a permitirle irse de allí habiendo descubierto el secreto. Tres de los gatos subieron hasta el campanario y se pusieron a olfatear. «¡Qué extraño!», dijo uno sacudiendo sus largos bigotes. «Aunque huele a humano, no hay nadie». «¡Sí que es raro», comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemos en otra parte».«¡Esto es de locos!». Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Los gatos bajaron las escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridad nocturna. El joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatos y él habían estado literalmente a un palmo de distancia en un lugar angosto. No habría podido escaparse. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. El joven examinó sus manos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En cualquier caso, por la mañana iré hasta la estación y me marcharé de este pueblo en el primer tren. Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no puede durar siempre». 
Pero al día siguiente, el tren de la mañana no se detuvo en la estación. Pasó delante de sus ojos sin disminuir siquiera la velocidad. Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Se veía al conductor en su asiento y los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas. Pero el tren no dio señales de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven que esperaba el tren no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la que no se reflejara. Cuando el tren de la tarde desapareció a lo lejos, a su alrededor se hizo un silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol empezó a ponerse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que se había perdido. «Este no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin. Aquel era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella estación para llevarlo a su mundo de origen.

Para mi todos tenemos nuestro propio pueblo de los gatos, un lugar al que nadie puede entrar, una parcela del mundo donde nadie tiene permitido husmear y de la que al principio queremos huir como si estuviésemos quemándonos. Todo por la extrañeza de que algo así exista.

Mucha gente aún no ha estado en el suyo o tal vez no lo descubran nunca, pero lo que es seguro es que te cambia y no tiene que ser necesariamente un lugar, últimamente tengo la certeza de que también puede ser una persona. Alguien que está puesto en el mundo para ti, con la especial capacidad de hacerte perder la noción de la realidad y de los problemas.

Tengo la suerte de tener dos pueblos de los gatos y hace tiempo que dejé de esperar el tren.